
11 de Agosto de 2025
Explora Artículos ¿Y si lo más urgente es avanzar más despacio?
agosto 11, 2025 9 min
En un mundo donde la tecnología marca el ritmo y la velocidad parece un valor incuestionable, recuperar el control sobre nuestro tiempo se ha convertido en un acto profundamente humano, y cada vez más necesario.
Hace un par de meses tuve el privilegio de participar en una mesa redonda organizada por la Fundación Máshumano sobre el tema “Tiempo humano y tiempo tecnológico”, representando al Future for Work Institute y como miembro del órgano asesor de la fundación, su Círculo de Ideación. Junto a Tomás Pereda (Fundación Máshumano), Áurea Benito (ISDIN), Ricard Casas (ISS) y Fátima Álvarez (filósofa y escritora), exploramos la creciente brecha entre la aceleración exponencial de la tecnología y los ritmos más lentos y orgánicos que conforman la vida humana.
Como señaló Ricard Casas en aquella conversación, “la tecnología no deja de ser un medio. Todo nuestro tiempo es humano, a veces ayudado por la tecnología, pero insustituible”. Es decir, el reto está en una gestión consciente de nuestro tiempo. Conseguir manejar y diferenciar con cuidado estas dos temporalidades, para que el ritmo humano no se pierda en la carrera por la velocidad y la intensidad tecnológicas.
La trampa de la aceleración: Un choque de ritmos
En el centro de nuestra experiencia contemporánea encontramos una profunda tensión entre dos temporalidades contrapuestas. Por un lado, el tiempo tecnológico, un impulso implacable hacia la eficiencia, la productividad y la optimización. Se mide en entregas instantáneas, información incesante, decisiones en tiempo real y conectividad constante. Esta lógica exige disponibilidad permanente, dejando poco espacio para el descanso, el cuidado o la reflexión.
Por otro lado, está el tiempo humano, una dimensión temporal gobernada por ciclos de atención, emoción y conexión. Las experiencias humanas más esenciales (cuidar, crear, comprender, construir relaciones) requieren lentitud, presencia y continuidad. Pensar, sentir, decidir o conectar profundamente con otros no se pueden comprimir sin perder algo en el camino. Cuando se acelera la comunicación, con frecuencia se sacrifica la profundidad. El resultado es una sensación generalizada de superficialidad y desconexión. La tecnología puede funcionar de forma continua, pero los seres humanos necesitamos pausas. La creatividad, la empatía y el pensamiento crítico, por ejemplo, no pueden surgir desde la prisa.
Por consiguiente, no se trata de una guerra entre humanos y máquinas, sino de un choque de ritmos. El verdadero peligro aparece cuando la lógica de la aceleración tecnológica se impone sobre el tiempo humano sin espacio para la adaptación, erosionando el bienestar y socavando las condiciones de una vida significativa y saludable.
El sociólogo Hartmut Rosa nos aporta un marco muy potente para entender este fenómeno en su “teoría de la aceleración social” (2015), donde identifica tres formas interrelacionadas de aceleración que modelan la vida moderna:
Estas tres dinámicas se refuerzan mutuamente, creando un bucle que se perpetúa a sí mismo y define la existencia moderna. Un terreno social empinado y en constante movimiento que nos exige vivir y avanzar cada vez más rápido.
Además, según el autor esta aceleración no es neutra, sino que está estrechamente ligada a los imperativos del capitalismo moderno, que depende de la innovación constante, el crecimiento económico incesante y la disrupción. El resultado no es liberación, sino lo que el autor denomina “estancamiento hiperacelerado”. En otras palabras, nos movemos cada vez más rápido, pero no avanzamos. La productividad se vuelve superficial, el sentido se erosiona y los retornos disminuyen. Afrontar esta división temporal exige, por tanto, algo más que estrategias individuales de gestión del tiempo. Requiere una revisión crítica de los modelos económicos y sociales que priorizan el crecimiento constante por encima de la sostenibilidad y el significado.
El concepto de “desincronización” que propone Rosa también aporta luz sobre las disfunciones de este mundo acelerado. No todos los sistemas se mueven a la misma velocidad, y cuando una dimensión (como la innovación tecnológica) se acelera, ejerce presión sobre otras que avanzan más lentamente, como la educación, el derecho o el desarrollo humano. Estas fricciones generan “patologías”, no solo en el bienestar individual, sino también en el tejido mismo de la sociedad. Además, la “contracción del presente” intensifica esta dinámica, haciendo más difícil imaginar o acordar futuros compartidos. A medida que desaparece el tiempo no estructurado (para el descanso, el juego, el aburrimiento o la contemplación), también se debilita nuestra capacidad colectiva para pensar en profundidad y resolver problemas de forma creativa.
De todas maneras, quizás la afirmación más provocadora de Hartmut Rosa es que la presión de la aceleración social, “casi imposible de resistir o incluso de cuestionar”, se asemeja a una forma de totalitarismo. A su juicio, la compulsión por ir más rápido se ha incrustado de tal manera en la vida moderna que restringe la agencia y la libertad individuales. Por tanto, no se trata simplemente de un desafío personal, sino de una fuerza sistémica que modela la subjetividad y el comportamiento a gran escala. Esto pone en cuestión la suposición liberal de que basta con la elección individual para hacer frente a estas presiones. En su lugar, Rosa propone un despertar colectivo que se traduzca en un esfuerzo compartido por resistir la ideología de la velocidad y recuperar las condiciones para vidas más lentas, significativas y autónomas.
El peaje cognitivo y emocional: El asedio a nuestro “ancho de banda”
En los últimos años, la adopción generalizada de herramientas digitales, amplificada por el auge del trabajo remoto o híbrido, ha desdibujado drásticamente los límites entre la vida laboral y personal, intensificando la presión de la conectividad constante. Cada vez más empleados afirman sentirse abrumados por la tecnología y por la necesidad de estar siempre disponibles, impulsados por las crecientes demandas del entorno laboral digital. Una manifestación llamativa de esto es la “telepresión”: la compulsión, interna o externa, de responder de inmediato a los mensajes y mantenerse continuamente accesible.
Las investigaciones de Derks et al. (2014) demuestran que el uso del smartphone con fines laborales fuera del horario de trabajo perjudica significativamente la capacidad de una persona para desconectar mentalmente y recuperarse, afectando finalmente su salud mental. Incluso la presencia pasiva del teléfono móvil ha demostrado reducir el rendimiento cognitivo, a través de un fenómeno conocido como brain drain(“drenaje cerebral”), ya que la mera conciencia de su conectividad consume recursos de la memoria de trabajo y la atención.
Este estado de hiperconexión ha generado un nivel sin precedentes de saturación cognitiva. El flujo constante de estímulos digitales y notificaciones compite sin tregua por nuestra atención, dificultando cada vez más la concentración sostenida y el pensamiento profundo. A medida que la atención se fragmenta, la comprensión se debilita, la memoria se deteriora y la capacidad de reflexión se erosiona.
El neurocientífico Daniel Levitin, autor de The Organized Mind (2014), explica que la sobrecarga de información conduce a la distracción, la indecisión y niveles elevados de estrés, reduciendo la productividad y acortando los períodos de atención. De hecho, contrariamente a la creencia popular, el multitasking no mejora la eficiencia, sino que intensifica el desgaste cognitivo al dividir el foco y aumentar la fatiga. Según Levitin, el multitasking agota las reservas de glucosa del cerebro, acelerando el agotamiento mental. Además, el cambio constante de tareas deja un “residuo cognitivo”: rastros de tareas inconclusas que permanecen en la mente, entorpeciendo el pensamiento y disminuyendo la claridad.
Los efectos psicológicos también son preocupantes. La psicóloga social Sherry Turkle (2011) ha demostrado que la excesiva dependencia de la comunicación digital puede fomentar el aislamiento en la vida real, el desapego emocional e incluso la soledad. Las plataformas digitales ofrecen con frecuencia una ilusión de conexión, sin la profundidad de las relaciones reales. Su preferencia por contenidos breves y veloces reconfigura los patrones de pensamiento, promoviendo una interacción superficial en la que el desplazamiento reemplaza la reflexión y las opiniones rápidas sustituyen al pensamiento crítico.
Este entorno digital hiperconectado también puede socavar el sentido del yo. A medida que las personas dependen cada vez más de la validación externa (“likes”, comentarios, retroalimentación algorítmica), pueden experimentar lo que algunos denominan trastorno de fragmentación narrativa (Narrative Fragmentation Disorder). Es decir, la incapacidad de construir una historia personal coherente entre una avalancha de contenidos fragmentados, lo que, a su vez, contribuye a la desorientación y a un debilitamiento del sentido de identidad.
Uno de los síntomas más visibles de esta dinámica es la denominada fatiga digital. La exposición prolongada a herramientas digitales provoca agotamiento mental, bajo rendimiento, aumento del estrés, mayor número de errores y menor creatividad. Si no se aborda, suele desembocar en burnout, caracterizado por cinismo, desconexión y pérdida de motivación. La sobrecarga cognitiva también contribuye a la llamada fatiga de decisión, que dificulta la toma de decisiones acertadas, especialmente tras una sucesión de elecciones menores. La paradoja de la elección agrava este problema, ya que un exceso de opciones no empodera, sino que genera ansiedad, indecisión y arrepentimiento…
Pero, de nuevo, esta erosión de la atención y la capacidad cognitiva no es un fallo personal, sino el resultado sistémico de la economía de la atención. El entorno digital no está diseñado para respetar nuestra atención, sino para capturarla y monetizarla. Se trata de un mecanismo central de lo que Shoshana Zuboff denomina capitalismo de la vigilancia (2019), donde los algoritmos están optimizados para maximizar el tiempo de permanencia del usuario a costa de su claridad mental y autonomía.
Desde esta perspectiva, nuestra creciente incapacidad para concentrarnos no es una falta de fuerza de voluntad, sino la consecuencia predecible de un modelo de negocio diseñado para explotar las vulnerabilidades psicológicas humanas. Replantear el problema de este modo exige algo más que estrategias de autoayuda. Requiere una reflexión colectiva. Proteger la atención puede implicar marcos regulatorios, estándares éticos de diseño y una mayor concienciación pública. La atención humana no es infinita, y tratarla como un recurso digno de protección es uno de los grandes desafíos de nuestra era digital.
Abundancia de información, escasez de significado y mercantilización de la atención
La era digital, a pesar de ofrecer una abundancia de información sin precedentes, ha producido paradójicamente una profunda escasez de sentido. En 1998, Neil Postman ya argumentó que, en una sociedad tecnológica, “la información es un problema, no una solución”. Observaba que la información se había transformado en una forma de “basura”, no por falta de datos, sino por su volumen abrumador, su carácter indiscriminado, su velocidad vertiginosa y su desconexión con la relevancia y el contexto.
Postman identificó un cambio crucial en lo que llamó la proporción entre información y acción. En el pasado, la información servía como herramienta directa para resolver problemas prácticos, como reaccionar ante una tormenta inminente. Hoy, en cambio, la mayoría del contenido digital es inerte. Ofrece material para consumir o comentar, pero rara vez impulsa una acción significativa. Nos bombardean con “más información de la que podemos utilizar”, pero esto no genera comprensión, sino estrés y una ansiedad generalizada por “perdernos demasiadas cosas”.
Según Postman, no sufrimos por falta de información, sino por un déficit de conocimiento y, sobre todo, de sabiduría, de capacidad para evaluar el conocimiento y formular las preguntas correctas. Por esta razón, este crítico cultural consideraba que los medios no deberían limitarse a transmitir hechos, sino funcionar como vehículos de coherencia, proporcionando contexto, sentido y continuidad narrativa. Sin embargo, en lugar de esto, a menudo contribuyen a la fragmentación, la incoherencia y la confusión.
El filósofo Byung-Chul Han ofrece una visión contemporánea complementaria a la crítica de Postman. En La sociedad de la transparencia (2015), cuestiona el ideal moderno de la transparencia, que muchas veces se presenta como una virtud democrática. Han sostiene que la transparencia es un “ideal falso”, una “mitología perniciosa contemporánea”. Argumenta que el impulso obsesivo por acumular y exponer cada vez más información no conduce a un mayor conocimiento ni a unq mayor confianza. Por el contrario, fomenta una ilusión de control y completitud, mientras que lo que sigue faltando es interpretación, la capacidad de dar sentido a lo que se conoce.
Para Han, este fetichismo de la transparencia no lleva a la iluminación, sino a la homogeneización, a la erosión de la privacidad y al colapso de la confianza. Cuando todo debe ser visible, se pierden la ambigüedad, la profundidad y la complejidad. Ya no interpretamos, simplemente exponemos. Y el resultado no es sabiduría, sino vigilancia y sospecha.
Pero Postman y Han señalan un problema sistémico todavía más profundo: La escasez de sentido no es un efecto colateral accidental de la era digital, sino una consecuencia estructural del modo en que están diseñados nuestros sistemas de información. Estos sistemas priorizan el volumen, la velocidad y la interacción por encima de la coherencia, el contexto y la comprensión. Su objetivo no es promover el entendimiento, sino captar nuestra atención y recolectar datos. Los algoritmos que configuran nuestras experiencias digitales están optimizados para generar clics, no para facilitar la comprensión; para favorecer la viralidad, no la veracidad.
Esto sugiere que la crisis de sentido no es únicamente un fenómeno cognitivo o emocional, sino también político y económico. Es el reflejo de un ecosistema informativo diseñado para la monetización, no para el desarrollo ni el florecimiento humano. Si la atención es la moneda de la economía digital, el sentido se convierte en un daño colateral de una lógica que prioriza el crecimiento económico por encima de todo.
En consecuencia, afrontar este desafío requiere mucho más que fomentar la alfabetización digital o apelar a la disciplina individual. Es necesaria una profunda reevaluación del papel que desempeña la información en nuestra sociedad. Los medios de comunicación y las empresas tecnológicas deben asumir su responsabilidad y dejar de centrarse exclusivamente en métricas de interacción. Les corresponde comprometerse éticamente con el diseño de plataformas que prioricen la coherencia, el conocimiento y la construcción de confianza.
Reivindicar lo humano del trabajo
Las tecnologías digitales, especialmente con el auge de la inteligencia artificial, están transformando profundamente el mundo del trabajo. Cada vez más tareas repetitivas y analíticas son asumidas por sistemas automatizados, lo que plantea una pregunta fundamental para las organizaciones: ¿qué cualidades esencialmente humanas deben preservarse y potenciarse en este nuevo escenario?
Aunque la tecnología amplía indudablemente nuestras capacidades, también puede amplificar nuestras debilidades si delegamos funciones esenciales como el juicio, la empatía, la creatividad, el pensamiento crítico o el razonamiento ético. Ceder estas capacidades reflexivas a las máquinas puede derivar en una deshumanización del trabajo. El reto, por tanto, no es resistirse al progreso tecnológico, sino redefinir el propósito y el sentido del trabajo.
La tecnología puede liberarnos de tareas repetitivas y del esfuerzo mental o físico, pero el tiempo liberado debería reinvertirse en actividades de verdadero valor humano, como inspirar, cuidar, o imaginar futuros mejores. Las organizaciones juegan un papel clave en esta transición. Por ejemplo, protegiendo el tiempo de calidad, promoviendo una cultura del cuidado, dignificando todas las formas de trabajo y diseñando entornos donde el talento humano se cultive, no solo se mida.
Como respuesta a la búsqueda implacable de velocidad y eficiencia, el movimiento Slow work ha surgido como una potente contranarrativa. Este movimiento desafía la obsesión corporativa tradicional con la hiperactividad y aboga por una forma de trabajar más intencional y consciente, que priorice resultados con sentido por encima de la mera velocidad de ejecución. En su esencia está el principio de “hacer lo correcto, no solo hacer las cosas bien”.
Los defensores del Slow work nos invitan a escapar de la “trampa de estar ocupado” y a enfocarnos en lo que realmente importa, en lugar de llenar el tiempo con actividades de bajo impacto. La neurociencia respalda esta visión: Un estado de ocupación constante sobrecarga el cerebro y disminuye la creatividad y el pensamiento crítico. En cambio, los periodos de descanso y los ritmos de trabajo más pausados pueden mejorar significativamente la innovación y la resolución de problemas. Las organizaciones que adoptan esta filosofía suelen experimentar mayor bienestar entre sus empleados, mayor retención de talento, mejores niveles de calidad y, en última instancia, un mejor desempeño empresarial.
Una respuesta estructural a la cultura del “siempre conectados” es la creciente adopción del “derecho a la desconexión”, una iniciativa normativa que ha comenzado a implementarse en varios países. Este derecho otorga a los trabajdores la posibilidad de desconectarse de las comunicaciones laborales fuera de su horario, empoderándoles para hacer frente de forma directa a la difuminación de los límites entre la vida laboral y personal. Sus objetivos incluyen reducir el burnout, limitar las horas extra no remuneradas y proteger la salud mental.
Pero esta tendencia refleja un cambio cultural más amplio. En lugar de cargar a las personas con la responsabilidad de gestionar el exceso de trabajo, reconocer un “derecho a la desconexión” supone reconocer una responsabilidad compartida entre individuos, organizaciones y gobiernos. Aunque su implementación no está exenta de desafíos. Por ejemplo, algunas empresas expresan preocupaciones sobre una posible reducción de la flexibilidad, conflictos con las expectativas de los clientes, dificultades de supervisión y riesgo de mal uso. Aun así, el “derecho a la desconexión” representa un reconocimiento de que para hacer frente a presiones sistémicas se necesitan medidas sistémicas.
Por último, en el contexto actual, en constante transformación, las organizaciones necesitan una verdadera alfabetización temporal que les permita comprender y gestionar los distintos ritmos del tiempo humano y del tiempo tecnológico. Empezando por sus líderes, que necesitan ser más conscientes de las necesidades temporales tanto de sus equipos como de la propia organización. Esto implica ir más allá de una visión rígida basada únicamente en la eficiencia, que concibe el tiempo como un recurso que se consume, y empezar a entenderlo como una experiencia subjetiva, que influye directamente en el bienestar, la creatividad y la capacidad de adaptación de las personas. Desde esta nueva perspectiva, deberían centrarse en crear entornos que respeten y equilibren diferentes ritmos, proteger el tiempo de calidad necesario para el trabajo profundo y alejarse de concepciones reduccionistas de la productividad, para avanzar hacia una efectividad auténticamente centrada en lo humano.
Caminos a un futuro más humano
Cerrar la creciente brecha entre los ritmos humanos y la aceleración digital requiere, por tanto, mucho más que pequeños ajustes, exige repensar de forma profunda nuestra relación con la tecnología. El objetivo no es rechazarla, sino reevaluarla conscientemente y utilizar la tecnología de formas que sirvan a las necesidades humanas en lugar de socavarlas. Esto implica diseñar intencionadamente entornos en el hogar, en el trabajo y en la sociedad que protejan nuestra atención, fomenten la escucha profunda, preserven el tiempo de calidad y favorezcan relaciones significativas.
Algunas acciones prácticas incluyen reducir las interrupciones, promover la concentración y reservar momentos de desconexión. Hábitos como hacer pausas, abrazar el silencio, reflexionar y descansar no son lujos, sino elementos esenciales para la renovación mental y emocional. Como aconseja Daniel Levitin, gestionar la sobrecarga de información implica reducir el tiempo frente a las pantallas y evitar el multitasking. Prácticas sencillas de higiene digital, como desactivar notificaciones, crear zonas libres de tecnología, programar períodos sin pantallas y realizar detox digitales con regularidad, pueden marcar una gran diferencia.
Un cambio más amplio está en marcha a través del movimiento Mindful Tech Design, que reimagina la tecnología no como una fuente que demanda constantemente nuestra atención, sino como una aliada que la protege. Sus principios clave incluyen:
Esto representa un cambio de paradigma: pasamos de la “extracción de atención”, donde las plataformas compiten por captar nuestro foco, al “apoyo de la atención”, donde la tecnología nos ayuda a gestionar nuestro espacio mental.
El marco de diseño ético alineado (Ethically Aligned Design, EAD) del IEEE (El instituto de ingenieros eléctricos y electrónicos) refuerza este cambio, al abogar por que la ética se integre desde las fases iniciales en el desarrollo de sistemas y tecnologías basadas en IA. Este enfoque prioriza el bienestar humano, la transparencia y la equidad, y rechaza la idea de que la actual crisis temporal se reduce a un problema de disciplina individual, sino que la raíz de nuestra incapacidad colectiva para construir sistemas más humanos se encuentra en el diseño sistémico y la gobernanza.
Recuperar nuestro tiempo. Recuperar nuestra humanidad
Por consiguiente, quizá la verdadera urgencia de nuestro tiempo no sea avanzar más deprisa, sino detenernos, reflexionar y preguntarnos: ¿hacia qué tipo de futuro estamos corriendo?
El conflicto entre el tiempo tecnológico y el tiempo humano no es solo un desafío logístico o económico, sino una cuestión profundamente existencial. La atención, la profundidad y la coherencia no son lujos, sino los pilares que sostienen nuestra capacidad de actuar, de conectar con los demás y de dar sentido a lo que hacemos.
Recuperar nuestro tiempo, el recurso más limitado y esencial que tenemos, no es, por tanto, una cuestión de conveniencia ni de productividad. Se trata de recuperar nuestra humanidad, de pensar con mayor profundidad, de cultivar relaciones auténticas y de construir un futuro más sostenible y significativo para las personas, las organizaciones y la sociedad en su conjunto.
Y esto no se logra únicamente con mejores hábitos individuales. También requiere un liderazgo más valiente, un cambio sistémico y un compromiso colectivo con la sostenibilidad temporal. Supone entender que esta responsabilidad no puede recaer solo sobre los hombros de las personas. Es necesario pedir cuentas a quienes diseñan la tecnología y a quienes legislan, pero también involucrar activamente a los empleadores, a los sistemas educativos, a los medios de comunicación y a los gobiernos.
Solo así podremos construir un futuro en el que la tecnología esté verdaderamente al servicio de la vida, y no al revés.
Referencias
Derks, D., Van Mierlo, H., & Schmitz, E. B. (2014). A diary study on work-related smartphone use, psychological detachment and exhaustion: examining the role of the perceived segmentation norm. Journal of occupational health psychology, 19(1), 74.
Han, B. C. (2015). The transparency society. Stanford University Press.
Levitin, D. J. (2014). The organized mind: Thinking straight in the age of information overload. Penguin.
Postman, N. (1998). Address to the Sixth International Broadcast News Workshop in Toronto
Rosa, H. (2013). Social acceleration: A new theory of modernity. Columbia University Press.
Shahriari, K., & Shahriari, M. (2017, July). IEEE standard review—Ethically aligned design: A vision for prioritizing human wellbeing with artificial intelligence and autonomous systems. In 2017 IEEE Canada International Humanitarian Technology Conference (IHTC) (pp. 197-201). IEEE.
Turkle, S. (2011). Alone Together: Why We Expect More from Technology and Less from Each Other. Basic Books.
Zuboff, S. (2019). The Age Of Surveillance Capitalism: The Fight for a Human Future at the New Frontier of Power. Profile.
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Foto de Nareeta Martin en Unsplash
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